martes, 4 de marzo de 2008

El último aniversario

La noche del 11 de septiembre del año 2001, faltaban menos de tres horas para que Eloisa y yo cumpliéramos lo que debía ser nuestro último aniversario. No podíamos convivir nuevos años de matrimonio, ya no más tiempos de soledades compartidas. Ahora la intención de cada uno sería terminar con el otro. Con esa idea, todas las noches, Eloisa salía de su iluminado dormitorio viendo hacia todos lados, intentando no tropezar su mirada con la mía; luego entraba a la cocina, quizá para concretar, a través de la mala comida del día, mi muerte. Entonces, yo partía rápidamente rumbo a mi habitación, que era la misma de donde venía ella; revisaba con prisa cada una de las gavetas de su closet, siempre con las ansias de encontrar aunque fuese una prueba que indicara las causas de este fracaso. Uno, dos, cien, dos mil minutos y se repetía la historia. No quedó registro alguno que nos permitiera determinar quién fue el responsable. Se perdieron las cartas mal escritas, los documentos de compromisos y las viejas fotografías. En un pasado, entre los dos, primero fueron los gestos, siguieron las miradas, vinieron las flores, después las promesas, enseguida llegó el amor, luego, entre ella y yo, reinó la computadora; más tarde y por siempre, ni siquiera una máquina fue capaz de revivir nuestras emociones. Fue la ausencia sobre la ausencia, el más allá de las derrotas del día a día. No, por nada en el mundo podríamos permitir nuevos aniversarios. Con esa intención, la noche del 11, salí del cuarto, dispuesto a ponerle final al drama, pero con la angustia de presumir que Eloisa pudiera encontrar la forma mucho antes que yo. Sus pasos de tacón sin ritmo me advirtieron que se acercaba; me detuve con la cautela que me indicaba la conciencia y me escondí detrás de una columna próxima a la cocina y anterior al baño. Al fondo, en algún punto álgido del apartamento, estaría girando, sin rumbo, la cama de los mil y un encuentros. Recuerdo que en ese instante me llamó la atención, como hacía mucho tiempo no me ocurría, el afiche de nuestra boda que en un pasado remoto sirvió para decorar un punto alto de aquella pared. Y sin dudarlo, juré, por la intención del momento ahí revelado, que no esperaría un año más para cerrar el ciclo de nuestros aniversarios. Mi pensamiento fue sorprendido por Eloisa, cuando ella salía de la cocina llevando una extraña sonrisa que simulaba la apoteosis de algún deseo. Sin demora, retrocedí dos pasos. Seguramente, ella pensaba que mujer y hombre nacieron para odiarse, jamás se han comprendido, sólo han vivido para sostener una mentira social que habla de la convivencia entre dos sexos diferentes; pero entre mujer y hombre las diferencias significan odios, nunca entendimientos, como dicen los orientadores de culpas ajenas. Yo, en cambio, hasta hace poco creía que la cuestión era educativa, ni hombres ni mujeres fuimos formados para integrarnos en una relación de ternura, sexo y nobleza. Cultura, sociedad, familia, amigos y los otros, los eternos otros, que día a día vemos pasar para entender que siempre hay mejores que la persona que hoy y aquí nos acompaña. Es allí donde los mejores se asoman en el rostro de nuestra pareja, se disfrazan y nos gritan desde su sonrisa, desde su rutina, y nos engañan arrancándonos frescas simpatías. Luego nos ofenden, diciéndonos que no son ellos, que sólo son antifaces que pretendieron esconder el verdadero rostro de nuestra compañía actual. No más fiestas, el carnaval terminó, los falsos invitados partieron, nos han dejado danzando en solitario ante una áspera rutina. Enmascarada fue que Eloisa tomó asiento en el sofá marrón de la sala; sofá que era marrón porque en un comienzo ambos nos identificamos con el color de la tierra, éramos activistas de la Madre Tierra. Pero Eloisa jamás fue madre, creo que ella pensó que yo no merecía ser padre, cuando en realidad fue su condición de mujer divertida la que no permitió que detuviéramos el paso para que vinieran las hijas y los hijos. Unas, otros y todos los herederos que no vinieron, se burlan ahora desde mi rostro, y se estrellan contra la humanidad de Eloisa. Ella me espera con calma, sentada en el sofá, me ve de frente, con la misma media sonrisa, sólo que ahora una o dos lágrimas bajan de sus ojos; pareciera dispuesta a dialogar o tal vez a enfrentar la situación. Yo voy a su encuentro, con pasos lentos pero ciertamente esperanzados. ¿Será acaso que está dispuesta a rectificar? -me pregunto con los ojos abiertos en dirección a los de ella. Un tiempo presente a punto de perpetuarse, la conjugación de un pasado sólo quedará para contarles relatos a los nietos que algún día sonreirán dispuestos. Eloisa cruza las piernas intentando recuperar su gracia perdida; doy tres pasos atrás, uno adelante, imaginando que retornará el viejo galán. Los hechos indican que nos entenderemos una vez más. De pronto, Eloisa se levanta y, con la mirada hacia el suelo, camina velozmente, sin ritmo y sin paciencia, de nuevo rumbo a la cocina. Yo la sigo, debo seguirla, debo enfrentarla a ver si se trata de una debilidad temporal o de la declaración mortal de esta guerra matrimonialmente suicida. Eloisa entra a la cocina, apaga la luz, me detengo. Gracias a la claridad que viene de adentro, la sombra de ella se refleja en una pared: he ahí su cuerpo sin forma ni fondo, sin alma ni rostro, como luce, sin iluminación. Y en la mano derecha lleva un revolver. Yo lo presentía, Eloisa se hace perseguir para darme el disparo fatal. Yo retrocedo, no puedo morir, ahora menos que he descubierto que sus movimientos de entradas y salidas, a veces disfrazados de lágrimas y otras de sonrisas, simplemente fueron el todo de una gran trampa final. Lo mejor será salir del apartamento y recorrer la plaza buscando alguna idea que me permita volver ante ella, con la muerte en una mano o en algún pensamiento, esa será la suerte definitiva que me permita terminar con su existencia, horas antes de que el reloj anuncie la entrada de ese terrible aniversario que está por llegar. Con esa intención iba caminando en dirección a la puerta, cuando de pronto un disparo detuvo mis pasos y la conjugación de todos mis tiempos. Entonces corrí desesperado hacia el interior de la vivienda, cargando con mi derrota, sin distinguir el pasado de todo lo que estuviera por detonar. Y ahí, en la entrada de la cocina, en el suelo, en medio de la oscuridad, estaba Eloisa; un charco de sangre le bajaba de la cien y le cubría todas las lágrimas, todas las sonrisas.

*Con este relato Edgar Borges quedó de finalista en el concurso Internacional de Relatos de Editorial Grupo Buho de Madrid, hecho que le permitió integrar una antología de narradores que fue publicada en España en 2006.

La pareja del café Sur de América

Iván compartía una mesa con Penélope en el café “Sur de América”. Nada tenía de extraña esa realidad, porque en este sitio ambos acostumbraban a compartir los detalles del día al final de cada tarde; era una rutina puntual que habían mantenido durante cinco años de relación. Lo extraño era que en lugar de ocupar una de las primeras mesas, como era costumbre, estaban sentados en el rincón más oscuro del local; lo extraño también era la sobredosis de ira que se asomaba en los ojos de él; ella, en cambio, bajó la mirada con la candidez propia del nombre que su padre le colocó en homenaje a la canción de Serrat.
Iván le dijo, “lo siento cariño, pero no perdono traiciones”, al tiempo que movía la mano derecha por debajo de la mesa. Un disparo fue el desahogo que encontró su rabia.
Penélope no había terminado de caer al suelo cuando Iván despertó sobresaltado: su mujer no estaba en la cama. El hombre vio el reloj y dijo entre suspiros, “son las 8: 45 de la mañana, es el sábado laboral de Penélope, la pobre debió partir en silencio para no perturbar mi descanso”.
Minutos más tarde, Iván salió a la calle con el ritmo de la angustia, aún le inquietaba la pesadilla; no se creía capaz de dañar a su pareja, pero temía por la seguridad de ella, sobre todo al recordar unas palabras de su abuela, “los sueños de muerte son advertencias de las almas en pena”. El marido sacudió la cabeza y aceleró el paso rumbo al trabajo de Penélope.
Todavía no eran las diez de la mañana cuando Iván se detuvo ante la puerta entreabierta de la oficina de quien siempre llamó su “niña hembra”; ahí, de espaldas al escritorio, ella se abrazaba con Mauricio, su jefe inmediato. Iván dio media vuelta y partió exagerando aún más la velocidad de sus pasos; en la retirada sintió que los empleados, ubicados estratégicamente a los lados del pasillo central, lo veían con sádica burla.
Durante las siguientes horas Iván reflexionó en su hogar, “pudo tratarse de un noble abrazo entre compañeros de trabajo, ella no sería capaz de nada más”. Al final de la tarde Penélope encontró al marido comprensivo de siempre; la noche transcurrió normal en casa, con la buena mesa y el apasionado sexo que caracterizaba a la pareja. Pero, en la madrugada, la pesadilla se le repitió a Iván con su carga de sobresaltos. El domingo los dos saciaron sus apetitos erótico culinarios debajo de las sábanas; ella danzó los mil y un ritos de la carne para aliviar el incomprensible nerviosismo de él; Iván se entregó sumiso al disfrute sin confesar el sueño que le quemaba la existencia.
En la noche, mientras Penélope dormía, Iván fue al clóset, revisó en la chaqueta que se pondría al siguiente día, extrajo su revólver y lo guardó en la gaveta de la ropa interior, “mejor no lo llevo mañana a la calle, esta semana dejaré que sea Dios quien nos proteja de la delincuencia”. Esa madrugada Iván soñó que jugaba béisbol con Penélope en un estadio sin público; ella le lanzó la pelota con tal fuerza que él se ponchó sin mover el bate. Los enamorados rieron durante tres minutos, que fue el resto del tiempo que duró el sueño. El lunes, cuando los dos salían de la casa, Iván se sentía tan dichoso y seguro que, luego de pedirle a ella que esperara en la puerta, se volvió al clóset, tomó el revólver y lo introdujo en su chaqueta, “los sueños, sueños son, yo jamás le haría daño a Penélope”.
Al final de la tarde, cuando la pareja llegó al café “Sur de América”, ocurrió algo que hizo tambalear la seguridad de Iván: la única mesa desocupada era la del rincón más oscuro del local. El hombre vio con temor a su compañera; ella le mostró una sonrisa tierna, él no pudo corresponderle. Una vez en la mesa, Iván casi se ahoga ante una pregunta de Penélope, “¿qué te ocurre mi amor…? ¡Tienes los ojos cargados de ira…!”. Como si un fuerte veneno recorriera su sangre, Iván liberó la más asfixiante de todas sus dudas, “Penélope, ¿acaso Mauricio es tu amante…?”
Durante un minuto los dos se mantuvieron en silencio, cada uno con la mirada fija en el otro; él con rabia, ella con indignación. Entonces el mantel se movió sutilmente, como si debajo de la mesa una mano se anduviera desplazando rumbo a su macabro objetivo. Pronto sonó un disparo: fue Iván quien cayó herido de muerte en el rincón más sombrío del café “Sur de América”.

*Relato creado por Edgar Borges en Caracas, 2007.

Ayer murió Antonio Sarmiento

Ayer Antonio Sarmiento salió de su apartamento a las seis de la mañana, tres horas antes de lo acostumbrado. A las nueve en punto debería abrir la tienda de vídeos, quizá para continuar aguardando su segundo nacimiento, pero ese día el público quedaría plantado, porque sólo abriría las puertas de su vida privada. El hombre se detuvo detrás de la salida del edificio, vio a un lado, vio al otro, y, cuando estuvo seguro de que Angie no estaba cerca, caminó con pasos largos y rápidos en dirección a la avenida.
Antonio Sarmiento iba oculto en un sobretodo negro; un largo sombrero y unos lentes oscuros pretendían cubrir la tímida sonrisa del niño varón que su padre soñó desde sus tiempos de soltero. Antes de asumir su nueva ruta llevaba varios días esperando su último final. En ocasiones llegó a creer que lo asesinaría el vecino de enfrente, siempre molesto por el alto volumen de las canciones de Miguel Ríos que escuchaba a media noche; también pensó que su vida la detendría su jefe, jefe de algunos de los infelices de la tierra, jefe como otros tantos jefes que “nos dan el pan duro de cada día y por las noches nos castran el atrevimiento de nuestros sueños”. Antonio Sarmiento tenía la voz ronca, a veces áspera, muchas veces hasta odiosa. Pero, apenas avanzaban las horas, se le quebraban los tonos y salía en cacería de matices más sutiles y más cercanos a lo que deseaba su yo interno. Era un asunto de extremos, salir a golpear a los opresores, o quedarse en casa, golpeándose el lado más indeseado de su cuerpo. El sujeto entró a la tienda que hasta entonces usó como empleo y colgó el traje, los lentes y el sombrero. En eso llegó el jefe y caminó hacia él con la rabia en los gestos y en la palabra. Antonio Sarmiento vio con desagrado y de frente al antiguo superior. Cuando lo tuvo muy cerca, cerró el puño izquierdo y lo estrelló contra su rostro. El patrón cayó de nalgas y con la mirada perdida hacia las telarañas del techo; el ex empleado salió de la tienda en franela y jeans, dispuesto a enfrentar las próximas acciones que él mismo desencadenaría.
El caminante siguió avanzando por la avenida; entre vendedores de fe y simuladores de personalidades satisfechas, creyó ver a Angie asomándose a una vidriera. Con cautela cruzó la acera y siguió de largo. Un poco más adelante volteó hacia atrás y comprendió que no era ella porque su delgada ex mujer tenía los ojos inigualablemente negros. Después, en lugar de caminar trotó hacia su objetivo; la cita era a las siete en punto, un minuto menos o igualmente otro más sería motivo de suspensión, según las reglas del encuentro. El sentenciado vio el reloj, que siempre le pareció muy grande para su gusto; aún le faltaba media hora de falsa vida. Pretendiendo desamarrar los nudos de su impuesta sonrisa varonil, entró a una heladería y compró una barquilla de doble fresa. Cuando saboreaba su pedido, sintió que alguien lo veía desde el fondo de la avenida. Sin darle tregua al enemigo, volteó rápido. En el balcón del segundo piso del edificio de enfrente estaba oculta una mujer de cabellera azul, muy similar a la que usaba Angie. La joven se asomaba discretamente cuando creía no ser vista, pero el hábil sujeto siguió devorando su helado, haciéndose el distraído, centrándose en su desaforado apetito; no expresaba angustia, parecía sentirse seguro de que tarde o temprano capturaría a la hembra. De pronto, un corpulento cliente de la heladería se burló a risa abierta de la forma como el ex marido lamía su galleta congelada de doble fresa. Sin pensarlo dos veces, el ofendido degustador de helados apretó, de nuevo, su puño izquierdo y le asestó un duro golpe en el estomago al “caballero de la mierda”, como lo denominó una vez que lo vio adolorido en el suelo. Y justo ahí, en el epicentro de la derrota, creyó ver el rostro de su padre. El ex hijo miró hacia la avenida y comprendió que era muy tarde, ya la espía había partido del edificio.
Antonio Sarmiento salió corriendo de la heladería, dejando atrás a los curiosos; sabía muy bien que si no llegaba a la hora pautada perdería la última oportunidad de morir a tiempo. Faltaban quince minutos y siete cuadras para arribar al encuentro. A las siete en punto el interesado entró al Café Olé. En la primera mesa estaba Angie, aparentemente serena, cumpliendo el reto. Ella le miró a los ojos; él entró erguido, sin doblegar su nuevo destino. Ninguno celebró por el otro. Antonio Sarmiento pasó lentamente al lado de Angie. Ella bajó la cabeza, extendió la mano izquierda hacia él y le entregó un pequeño estuche. Él tomó la entrega sin desviar la mirada, sólo siguió su paso hacia delante, firme y decidido rumbo al baño. Cuando llegó, abrió, entró y cerró la puerta.
Afuera, Angie fumaba la mitad de un cigarrillo por cada una de las veces que veía el reloj; en total fueron cuatro. Siete minutos después Antonio Sarmiento salió dando tumbos, sorteando las mesas y con la mirada extraviada; los clientes gritaron pidiendo auxilio, en cambio, Angie miró sonriente el cumplimiento de una promesa. Mientras, para ella, por el centro del negocio venía caminando un sujeto delgado, de cabellera azul y ojos inigualablemente negros, para el resto de los observadores, se trataba de un hombre a quien le bajaba la sangre de la bragueta hasta el suelo. Y en lugar de caer, el herido siempre continuó avanzando, con dificultad, pero siempre avanzando, sin soltar gritos, sin expresar miedo. Angie se levantó de su asiento y partió rumbo a la avenida; en su perfil se reflejó una tímida sonrisa que poco a poco se fue rebelando en dirección a la vida.

*Relato creado por Edgar Borges en 2007.

El vuelo de Caín (microrelato)

La última mañana del año 1899, Rafael se levantó de su cama dispuesto a volar. Vistió el traje y la sonrisa serena de un audaz piloto, salió al jardín, miró a los cielos y suspiró, él sabía que pronto alcanzaría el gran sueño sagrado de los mortales; luego bajó la cabeza a la altura de los hombres y ató las cuerdas del globo a la motocicleta. Sin despedirse de su hogar, subió a su poderoso vehículo de dos ruedas con alas y se echó a volar por el mundo. En su ruta fue dejando caer los papeles de su tardía confesión "Mi verdadero nombre es Caín, pues, hace siete días asesiné a mi hermano menor y dejé su cuerpo en la calle 11 de la avenida norte. A él, denle cristiana sepultura; a mí ni me busquen porque jamás me encontrarán."

*Este microrelato le da título al libro El vuelo de Caín y otros relatos publicado por www.grupobuho.com en España y por www.comala.com en Venezuela.

El niño cabeza de televisor

En la quinta avenida de Nueva York, todos los viernes al final de la tarde, en plena calle, se presentaba el show más exitoso de la temporada. Un hombre llamado Samuel, con gran emoción, anunciaba al niño cabeza de televisor. Entonces un flacucho muchachito surgía caminando desde una esquina, con los pantalones cortos de todas las anteriores semanas, la franelita azul que se quedó pequeña mientras él crecía y la cabeza dentro de un televisor de 19 pulgadas, que siempre estaba apagado. Los transeúntes detenían su desaforado paso y se aglutinaban en largos círculos especialmente coordinados para presenciar con orden y civilidad el espectáculo. Mujeres, hombres y niños se olvidaban de las tensiones que les dejara la rutina y reían con cierto salvajismo, al observar el show: el niño con cabeza de televisión permanecía sentado, muy quieto, en una sillita de madera; al lado, el sujeto asumía el rol de un ordinario presentador, “Hace dos años éste travieso jovencito derribó la mesa que sostenía el televisor de su casa, y como si de un milagro se tratara, el aparato rebotó contra el suelo y cayó sobre su cabeza. Desde entonces me acompaña en la digna misión de entregar felicidad a los demás a cambio de nuestra propia desdicha.”
El último viernes del mes de mayo del año 2003, cuando Samuel terminó de contar la historia, el público calló durante cinco minutos y se humedecieron los ojos de más de uno. El conductor del evento bajó la cabeza, tragó saliva con dificultad, revisó entre los materiales de trabajo que guardaba en una maleta, sacó un sombrero viejo y, aún con la mirada perdida hacia el suelo, caminó por los círculos humanos que lo esperaban con las manos extendidas llenas de monedas. Pero, antes de que Samuel cobrara, al final de aquel día, un curioso le preguntó con tono de obstinación “¿Cuál es la identidad de ese niño..?” Enseguida los espectadores abrieron los ojos con profundo terror, soltaron las monedas y salieron corriendo con los brazos y las piernas abiertas en señal de dispersión. El curioso quedó solo frente a la rabiosa y desafiante mirada de Samuel; el niño permaneció en su asiento, cargando con perfecto equilibrio el televisor. Los dos hombres avanzaron uno hacia el otro, ninguno expresó temor, por el contrario, en cada paso había un claro desafío. Cuando estuvieron a menos de tres centímetros de distancia, Samuel cerró los ojos, estrelló su furia interna contra su rival, metió la mano derecha en el bolsillo del mismo lado de su chaqueta, extrajo un revólver, dirigió el cañón hacia el frente y apretó el gatillo tres veces sin compasión.
Cuentan quienes pudieron observar desde las ventanas, que cuando caía la noche el hombre y el niño partieron con la misma calma de cualquier artista que ha terminado su función. El cadáver quedó en el suelo, sin poder escuchar que la respuesta a su pregunta era gritada por Samuel desde la lejanía, “Este valiente mocoso que los hace reír a todos dejó de ser mi hijo hace dos años cuando se convirtió en el niño cabeza de televisor.”

*Este relato de Edgar Borges viene incluído en el Libro El vuelo de Caín y otros relatos, publicado en España por Editorial Grupo Buho. www.grupobuho.com y en Venezuela por www.comala.com .

La séptima carta

Gijón, 28 de diciembre de 2007

La séptima carta

Hola Daniela:

Espero estés muy bien en compañía de tu familia; aprovecho la ocasión para desearles a todos un gran año 2008. Ojalá los clientes del supermercado reconozcan que eres la más cariñosa de todas las cajeras; sólo un egoísta negaría la buena disposición que tienes hacia las personas; hasta yo que, como te confesé en la segunda carta, soy invidente, he percibido tu enorme sentido de la complacencia.
En la primera carta me dediqué a decirte lo mucho que te quiero; llegué a pensar que no me respondiste porque exageré endulzando demasiado las palabras. Quizá por ello en las siguientes cartas me desnudé tanto que terminé confesando que estaba convencido de ser el peor candidato a pareja que pudiera tener cualquier mujer del barrio. La sinceridad me llevó a contarte que no te había enviado las cartas por internet porque no tenía tu correo electrónico, además, tampoco sé usar la computadora.; también te dije que soy muy lento y muy tímido y por eso nunca me he atrevido a decirte cara a cara los bonitos sentimientos que me sacuden la existencia apenas hago la fila para que me cobres la manzana y le yogurt que compro todas las tardes.
Como ya sabes, ésta es la séptima carta que te dejo con la chica que vende las frutas; convine con ella en que me guardaría el secreto y que simplemente te dijera que soy uno más de los muchos admiradores que debes tener. Desde el pasado sábado te he venido escribiendo tonterías sin tregua; cada carta ha llevado el nombre del día correspondiente; ésta, como vez, se titula la séptima carta. El motivo del cambio es que a partir de hoy he decidido escribirte por siempre; sí, como lo lees: te voy a escribir una carta cada uno de los próximos días que Dios me permita vivir. Y como cada año tiene muchos lunes y muchos domingos , ¿para qué titular las cartas con los días siendo más razonable hacerlo con los números?
Por ahora me despido; de nuevo te digo que eres realmente especial, jamás conocí un ser humano tan amable, nunca antes una mujer me hizo imaginar tantas situaciones hermosas. Mañana, en la octava carta, si Dios quiere, voy a intentar decirte cuántas cosas haría por ti si algún día lográramos contraer matrimonio. También aprovecharé para desearte otra vez un gran año nuevo; tal vez un día de estos me atreva a decirte mi nombre y algunas otras cosas sobre mi. Disculpa las largas despedidas y los errores de sintaxis, ocurre que la emoción puede más que la inteligencia.
Por favor Daniela, mañana antes de irte a descansar a tu casa no olvides pedirle tu carta a la chica de las frutas; ella es gente buena y te la guardará. Cuídate Daniela; que Dios te bendiga.


Tu admirador furibundo.

*Esta carta creada por Edgar Borges en Gijón, España, en enero de 2008, el autor trabaja la carta como género literario.

El hombre pared

Un mago venía corriendo desde el fondo de la calle 13; muy cerca, siete payasos lo perseguían. La carrera era brutal, salvaje, frenética. Fugitivo y perseguidores luchaban por alcanzar sus objetivos. El mago no tenía tiempo de pensar en salidas estratégicas ni de mirar atrás, un segundo de demora habría sido suficiente para que los payasos le hubiesen capturado. Aquella primera mañana del año 2001, los vecinos se ubicaron en la acera de enfrente para observar una situación que en un futuro recordarían como “la carrera más chistosa en la historia de la calle 13”. Los curiosos se reían hasta más no poder viendo cómo los payasos corrían y saltaban en dos y tres líneas formadas locamente detrás del mago; cada vez que un payaso se aproximaba al fugitivo ocurría lo mismo: abría una mano, la extendía y la lanzaba hacia delante para tomar el exagerado cuello de la camisa de blanco satén, pero siempre el mago daba un horrible salto (más de un vecino lo comparó con un sapo gigante) y sacaba dos pasos de ventaja. Cuando ocurría aquella ridícula acción de sobrevivencia, estallaba la carcajada colectiva. Niños, mujeres y hombres se doblaban de la risa, unos asomados en las ventanas y otros en plena vía.
El mago no lo pensó dos veces y entró al edificio Neverí, que estaba ubicado aproximadamente en la mitad de la calle; era cierto que los payasos sabían que ahí vivía él, pero el mago no tuvo otra opción porque, además de que encontró abierta la puerta, el resto de la cuadra no disponía de callejones sino de paredes muy altas y lisas como para ser saltadas. El fugitivo subió las escaleras saltando los escalones de tres en tres hasta que llegó al segundo piso, sacó rápidamente las llaves del bolsillo izquierdo de su pantalón rojo satén, abrió el apartamento 12-B y con la misma angustia entró y cerró la puerta con todo el peso de su espalda; luego de un brevísimo respiro, pasó de nuevo la llave, arrastró el pesado baúl de los mil y un trucos de magia y lo colocó detrás de la puerta. Pronto comenzaron a impactar fuertes golpes contra la débil madera que lo separaba de la dureza de la calle y del vacío del hogar. Enseguida los payasos vomitaron gritos de odio: “¡Sal de tu cueva maldito traidor!”, “¡A las ratas como tú se les prende fuego y asunto arreglado!”, “¡Oye bien traidor, ninguno de tus malditos trucos te salvará de la hoguera!”.
El mago abrió la boca y buscó aire mientras veía la sala del pequeño apartamento que heredó de su padre. Era el hijo mago, era el descendiente que renunció a prolongar la saga de abogados en la familia, era él, otra vez arrepentido y nervioso, encerrado entre cuatro paredes pintadas de blanco mugre: la de la izquierda sostenía en el medio un cuadro de paisaje aburrido; la de la derecha mostraba una fotografía suya haciendo el viejo truco del conejo que sale del sombrero; la de enfrente no tenía otro adorno que no fuera el sucio y la que estaba detrás de él sostenía la puerta y le cuidaba la vida. Además de paredes, en la sala sólo había un sofá, un pequeño bar y el fiel baúl de los trucos. “¡Sal de tu ratonera, maldito traidor!”, volvió a gritar uno de los payasos; el mago vio el baúl y sintió temor al pensar que ninguno de sus trucos podría salvarle de aquella situación; un fuerte impacto logró estremecer la puerta, el mago comprendió que de un momento a otro sus perseguidores entrarían. Entonces vio la pared de enfrente, respiró hondo, muy hondo, y dejó escapar el más insólito de los deseos que en su vida de abstracciones se le hubiese ocurrido: “¡Ojalá pudiera convertirme en el hombre pared!”.
Cuando los siete payasos lograron derribar la puerta, no vieron a nadie en la sala. Sin perder tiempo saltaron por encima del baúl y recorrieron el apartamento. Los payasos uno y dos permanecieron vigilando la puerta; el tres y el cuatro fueron al pequeño cuarto de la cocina; el cinco y el seis entraron en el único dormitorio y el siete asumió la inspección del baño. Al final de la revisión los siete payasos se reunieron en la cocina ante la ventana que iba y venía según la moviera el fuerte viento. “¡Esta es la única ventana del mugroso apartamento, por aquí escapó el traidor!”, dijo el payaso siete mientras señalaba hacia la calle. “¡Toda la cuadra está repleta de curiosos, cada vez llegan más y señalan hacia acá!”, advirtió el payaso tres. De pronto escucharon una extraña carcajada proveniente de la sala. Sí, era extraña porque era hueca, encajonada.
Los payasos salieron de la cocina con tanta prisa que se atropellaron entre ellos. Los siete se detuvieron en la sala y giraron varias veces para identificar el origen de la carcajada. Paralizados quedaron cuando escucharon la voz encajonada de un hombre que entre risas burlescas les decía: “¿No me reconocen mis queridos señores de la sonrisa triste?” Sorprendidos miraron hacia la pared que le daba el frente a la puerta: de ahí surgía la voz, era evidente que era la voz del mago, “¡encajonada pero es la maldita voz del mago!”, aseguró el payaso uno.
Fue sorprendente, de no haber sido por la rabia del momento los perseguidores hubiesen admitido que el mago había logrado un acto genial, maravilloso, inigualable. Uno a uno los payasos se acercaron a la pared y la tocaron sin poder ocultar el asombro; desde las mismísimas entrañas del concreto el mago seguía riendo a carcajadas. El payaso siete fue quien propinó el primer golpe contra la pared, luego lo hizo el payaso uno. Entonces, desde el centro de la pared, volvió a surgir, entre risitas, la voz del mago: “¡Duele un poquito muchachos, pero me dolería más si tuviera la carne frágil de los hombres!”. El payaso siete, quizá por ser el más hábil del grupo, fue también quien primero esquivó la trampa de seguir golpeando la pared con las manos. “¡Este maldito lo que quiere es que nos partamos los dedos!”. Y, ante la sonora carcajada del mago, salió decidido del apartamento; los demás payasos intercambiaron miradas y cada uno se vio reflejado en el otro: demasiada pintura multicolor alrededor de esos ojos vidriosos, mucho rojo sobre la punta de semejante nariz chata y muy intenso ese amarillo para ocultar la caída de esa boca envejecida. Era una maldición milenaria: siempre que un payaso se atrevía a ver a otro sentía la sensación de que la reafirmación de la alegría sólo servía para desnudar la tristeza. Burlesca razón tenía el mago cuando se refería a ellos como los señores de la sonrisa triste.
Minutos más tarde, el payaso siete regresó sosteniendo un hacha en la mano derecha. “¡Vamos a partirle el alma a ese traidor miserable!”, dijo el enfurecido hombre ante el desconcierto de sus compañeros. “¿Quién sino un payaso podría creer que las paredes tienen alma?”, fue la pregunta que en tono irónico surgió desde la pared. El payaso siete se agachó y con rabioso pulso asestó un fuerte golpe en la pared; sin embargo, ante los pies del agresor sólo cayó una pequeña capa de pintura. “¡Oye macho, me diste justo en la parte del cuerpo que más disfruta tu mujer!”, dijo el mago para enseguida liberar una exagerada risotada. Ciego de rabia, el payaso siete levantó el arma y dio un hachazo arriba y en el centro, otro más abajo y a la izquierda, el tercero al mismo nivel pero a la derecha y el cuarto más abajo y en el centro. Por la forma morbosa como el payaso siete se detuvo a mirar las cuatro marcas que dejó en la pared, todo parecía indicar que a propósito había dibujado una cruz a fuerza de hachazos. El payaso siete sonrió satisfecho viendo cómo salía arena de las cuatro heridas. Pero, de nuevo, la voz del mago cantó victoria, “¡No te alegres señor de la sonrisa triste, si observas bien te darás cuenta de que la poca arena que he botado es equivalente a un raspón en el culo! ¿Y cómo carajo podría dolerle al culo un pequeñísimo raspón con tanta carne que tiene el condenado?”. El payaso siete alzó el hacha, giró el brazo hacia atrás y tomando un endiablado impulso la lanzó y la clavó justo en el centro de la cruz que minutos antes había marcado en la pared. El atacante soltó una carcajada triunfal al comprobar que por debajo del hacha corría un considerable chorro de arena. “¡Te confieso algo payaso sin gracia, menos mal que las paredes no tenemos corazón!”, ironizó el mago. Entonces el payaso siete se arrojó sobre la pared y comenzó a golpearla sin medir quién podría salir perjudicado en tan desigual batalla. Sin ningún asomo de dolor, el mago le advirtió: “¡Te olvidas de que en realidad esta no es una batalla cuerpo a cuerpo sino cuerpo a pared!”
Después de varios minutos de mirar y callar, el payaso tres se acercó a su desesperado compañero, lo apartó de la pared, lo movió bruscamente por los hombros y le dijo: “¡Detente amigo, detente, estás cayendo en la trampa del traidor! ¡Él se fortalece con nuestra angustia!” “¿Y qué propones?”, preguntó el confundido payaso siete; “¡Vamos a partir esta pared en mil pedazos, pero lo haremos con calma, sin caer en su juego!”, respondió el compañero. El payaso siete sonrió, en segundos pasó de la rabia a un nervioso entusiasmo; los otros payasos también sonrieron; la pared calló. Con su acostumbrada serenidad, el payaso tres sacó el hacha de la pared, vio a sus colegas de risotadas y preguntó: “¿Quién desea el próximo turno?” “¡Yo, dame el hacha a mí!”, se adelantó el payaso cinco con la palabra, porque los brazos fueron levantados por todos al mismo tiempo. En aquel momento se inició un difícil duelo entre la paciencia de siete hombres y la dureza de una pared.
El payaso cinco propinó un duro hachazo contra la pared, lo hizo al lado de la marca de la derecha. “¡Bravo, bravo, la paciencia es una virtud de los hombres y un escupitajo para las paredes!”, dijo la voz que ahora parecía surgir desde las siete aberturas. El payaso cinco, sin inmutarse, levantó el hacha y desvió la mirada hacia sus compañeros.
El siguiente turno fue para el payaso dos, quien se acercó al objetivo con la calma de un experimentado equilibrista y dio un certero hachazo más arriba de la punta superior de la cruz. No obstante, la pared volvió a hablar sin expresar queja alguna, “En ocasiones la paciencia y la pereza se confunden, sin embargo, tu podrás engañar al payaso tres con eso de la calma, pero a mí no me convences, tu golpe demuestra que padeces de una simple y vulgar enfermedad llamada pereza”. El payaso dos respiró muy hondo, tragó saliva con dificultad y, mientras abría la boca pidiéndole más aire al espacio, ofreció el hacha al resto de la jauría.
El nuevo usuario del hacha fue el payaso seis, quien se paró en medio de la sala mostrando una sonrisa de exagerada seguridad. Tal sobreactuación hizo que la pared le dijera: “¡Anda hombre, parece que has encontrado mi talón de Aquiles!” Sin caer en una provocación ajena al guión de su propia tragicomedia, el payaso seis se acercó a su rival y clavó el hacha justo sobre la punta (o marca) izquierda de la cruz y la dejó colgando. “¡Maldito!”, se quejó por primera vez la pared; los siete payasos sonrieron con prudencia: si bien todo parecía indicar que le causaba dolor ser golpeado sobre las heridas, también podría tratarse de un nuevo truco.
El payaso uno asumió el rol de verdugo, empuñó el hacha sin sacarla del extremo izquierdo donde estaba incrustada y la fue hundiendo en forma circular. “¡Mal nacido!”, se quejó otra vez la pared; un torrente de arena salió del orificio. Así como en la desdicha, también en la alegría cada payaso se parecía al otro; en los ojos desorbitados y en la boca abierta de cada hombre había la necesidad de pedir que saliera más y más arena.
El payaso cuatro tomó el hacha y a presión la hundió provocando que se agrandara la grieta. “¡Piedad, por Dios, piedad!”, imploró la pared. “¿Acaso tuviste piedad de nosotros cuando decidiste traicionarnos?”, le preguntó el payaso cuatro sin dejar de hundir el hacha; la encajonada voz que salía de la pared siguió pidiendo clemencia, “¡Piedad, derriba a la pared pero salva al hombre, piedad por Dios, piedad!”; pero el verdugo sentenció, primero con la palabra: “¡Calla mago traidor, calla y cumple tu castigo que jamás creíste en Dios ni en los hombres!”, y luego con el hacha que sacó de la abertura y estrelló arriba, abajo, a la izquierda y a la derecha de la pared; cuatro quejidos y la posterior prolongación del silencio anunciaron la derrota del enemigo. El payaso cuatro dejó el hacha clavada en el último golpe y retrocedió sin dejar de mirar los ríos de arena que rodaban desde las distintas grietas. Los otros payasos se acercaron al guerrero y lo abrazaron, unos y otros compartieron la rueda de la victoria.
Cinco minutos más tarde, los siete payasos levantaron la cabeza ante una voz encajonada que preguntaba “¿Quién sino un payaso podría ser tan idiota como para creer que necesariamente la arena es la sangre de una pared?”. Enfurecidos, los payasos uno, dos, cuatro, cinco, seis y siete, se lanzaron contra la pared y la golpearon salvajemente por todos los extremos; saltaron, la patearon, la escupieron, cada uno estrelló su cuerpo en diferentes momentos y al mismo tiempo. Mientras aquel ataque ocurrió, el mago no dejó de reír. Por su parte, el payaso tres permaneció en el centro de la sala observando la insólita lucha.
Pronto los seis contrincantes cayeron al suelo, unos de rodillas, otros muy cerca del desmayo. La risa de la pared cesó y, en su lugar, surgió el reto esperado: “Oye payaso tres, ¿puedo saber por qué tú no me has golpeado?” Y el payaso tres respondió con serenidad y firmeza: “¡A mí me correspondía actuar sólo si la rabia de mis compañeros no era suficiente para ejecutar el castigo que merece tu traidora existencia!” Desde la pared surgió el reto: “¿Acaso será con la calma como lograrás mi supuesto castigo?” Con la advertencia de “ya lo verás”, y ante la débil mirada de sus caídos compañeros, el payaso tres fue hasta el baúl de los mil y un trucos, lo abrió y sacó una larga tela, un maletín de pinturas y un altavoz. Luego se volvió hacia los seis payasos y les dijo con firmeza: “¡Todos a levantarse, vamos a crear el gran show del hombre pared!” Los señores de la sonrisa triste se fueron levantando sin comprender las palabras del payaso tres, pero éste continuó anunciando su plan mientras llevaba los materiales de trabajo al centro de la sala. “¡Yo no sé si algún día este mago traidor volverá a comer; yo no sé hasta cuándo este mal amigo resistirá las ganas de ir al baño; tampoco sé cuánto tiempo durará su endemoniado truco, pero lo que sí sé es que, mientras nosotros vigilamos su regreso, le vamos a sacar buenos dividendos a su propia magia”.
Según cuentan algunos de los miles de fanáticos que desde esa misma noche hicieron largas filas alrededor del edificio Neverí de la calle 13, el gran show del hombre pared comenzaba cuando un payaso abría la puerta del apartamento 12-B y señalaba a otros seis payasos ubicados alrededor de un hacha colocada en el suelo. Cada función duraba quince minutos (diez euros el boleto) y se presentaba para diez personas. Si alguien quería comprar la hora completa, igual tendría que pagar cuarenta euros sin derecho a oferta. “Silencio en la sala”, advertía el payaso tres a través del altavoz. Entonces cada payaso empuñaba el arma y asestaba un duro hachazo contra la pared de enfrente, provocando que de la mismísima pared surgiera una maldición, una amenaza o simplemente un encajonado grito de dolor. Y era ese extraño fenómeno lo que provocaba los más eufóricos aplausos del público.
Hoy sabemos que fueron tantas las funciones que en un mismo día y durante tantos años se ofrecieron del gran show del hombre pared, que los siete payasos envejecieron sin nunca más ver la luz de otro circo que no fuera la del apartamento 12-B.

*Este relato fue creado por Edgar Borges en Asturias, España, en 2008.