martes, 4 de marzo de 2008

El hombre pared

Un mago venía corriendo desde el fondo de la calle 13; muy cerca, siete payasos lo perseguían. La carrera era brutal, salvaje, frenética. Fugitivo y perseguidores luchaban por alcanzar sus objetivos. El mago no tenía tiempo de pensar en salidas estratégicas ni de mirar atrás, un segundo de demora habría sido suficiente para que los payasos le hubiesen capturado. Aquella primera mañana del año 2001, los vecinos se ubicaron en la acera de enfrente para observar una situación que en un futuro recordarían como “la carrera más chistosa en la historia de la calle 13”. Los curiosos se reían hasta más no poder viendo cómo los payasos corrían y saltaban en dos y tres líneas formadas locamente detrás del mago; cada vez que un payaso se aproximaba al fugitivo ocurría lo mismo: abría una mano, la extendía y la lanzaba hacia delante para tomar el exagerado cuello de la camisa de blanco satén, pero siempre el mago daba un horrible salto (más de un vecino lo comparó con un sapo gigante) y sacaba dos pasos de ventaja. Cuando ocurría aquella ridícula acción de sobrevivencia, estallaba la carcajada colectiva. Niños, mujeres y hombres se doblaban de la risa, unos asomados en las ventanas y otros en plena vía.
El mago no lo pensó dos veces y entró al edificio Neverí, que estaba ubicado aproximadamente en la mitad de la calle; era cierto que los payasos sabían que ahí vivía él, pero el mago no tuvo otra opción porque, además de que encontró abierta la puerta, el resto de la cuadra no disponía de callejones sino de paredes muy altas y lisas como para ser saltadas. El fugitivo subió las escaleras saltando los escalones de tres en tres hasta que llegó al segundo piso, sacó rápidamente las llaves del bolsillo izquierdo de su pantalón rojo satén, abrió el apartamento 12-B y con la misma angustia entró y cerró la puerta con todo el peso de su espalda; luego de un brevísimo respiro, pasó de nuevo la llave, arrastró el pesado baúl de los mil y un trucos de magia y lo colocó detrás de la puerta. Pronto comenzaron a impactar fuertes golpes contra la débil madera que lo separaba de la dureza de la calle y del vacío del hogar. Enseguida los payasos vomitaron gritos de odio: “¡Sal de tu cueva maldito traidor!”, “¡A las ratas como tú se les prende fuego y asunto arreglado!”, “¡Oye bien traidor, ninguno de tus malditos trucos te salvará de la hoguera!”.
El mago abrió la boca y buscó aire mientras veía la sala del pequeño apartamento que heredó de su padre. Era el hijo mago, era el descendiente que renunció a prolongar la saga de abogados en la familia, era él, otra vez arrepentido y nervioso, encerrado entre cuatro paredes pintadas de blanco mugre: la de la izquierda sostenía en el medio un cuadro de paisaje aburrido; la de la derecha mostraba una fotografía suya haciendo el viejo truco del conejo que sale del sombrero; la de enfrente no tenía otro adorno que no fuera el sucio y la que estaba detrás de él sostenía la puerta y le cuidaba la vida. Además de paredes, en la sala sólo había un sofá, un pequeño bar y el fiel baúl de los trucos. “¡Sal de tu ratonera, maldito traidor!”, volvió a gritar uno de los payasos; el mago vio el baúl y sintió temor al pensar que ninguno de sus trucos podría salvarle de aquella situación; un fuerte impacto logró estremecer la puerta, el mago comprendió que de un momento a otro sus perseguidores entrarían. Entonces vio la pared de enfrente, respiró hondo, muy hondo, y dejó escapar el más insólito de los deseos que en su vida de abstracciones se le hubiese ocurrido: “¡Ojalá pudiera convertirme en el hombre pared!”.
Cuando los siete payasos lograron derribar la puerta, no vieron a nadie en la sala. Sin perder tiempo saltaron por encima del baúl y recorrieron el apartamento. Los payasos uno y dos permanecieron vigilando la puerta; el tres y el cuatro fueron al pequeño cuarto de la cocina; el cinco y el seis entraron en el único dormitorio y el siete asumió la inspección del baño. Al final de la revisión los siete payasos se reunieron en la cocina ante la ventana que iba y venía según la moviera el fuerte viento. “¡Esta es la única ventana del mugroso apartamento, por aquí escapó el traidor!”, dijo el payaso siete mientras señalaba hacia la calle. “¡Toda la cuadra está repleta de curiosos, cada vez llegan más y señalan hacia acá!”, advirtió el payaso tres. De pronto escucharon una extraña carcajada proveniente de la sala. Sí, era extraña porque era hueca, encajonada.
Los payasos salieron de la cocina con tanta prisa que se atropellaron entre ellos. Los siete se detuvieron en la sala y giraron varias veces para identificar el origen de la carcajada. Paralizados quedaron cuando escucharon la voz encajonada de un hombre que entre risas burlescas les decía: “¿No me reconocen mis queridos señores de la sonrisa triste?” Sorprendidos miraron hacia la pared que le daba el frente a la puerta: de ahí surgía la voz, era evidente que era la voz del mago, “¡encajonada pero es la maldita voz del mago!”, aseguró el payaso uno.
Fue sorprendente, de no haber sido por la rabia del momento los perseguidores hubiesen admitido que el mago había logrado un acto genial, maravilloso, inigualable. Uno a uno los payasos se acercaron a la pared y la tocaron sin poder ocultar el asombro; desde las mismísimas entrañas del concreto el mago seguía riendo a carcajadas. El payaso siete fue quien propinó el primer golpe contra la pared, luego lo hizo el payaso uno. Entonces, desde el centro de la pared, volvió a surgir, entre risitas, la voz del mago: “¡Duele un poquito muchachos, pero me dolería más si tuviera la carne frágil de los hombres!”. El payaso siete, quizá por ser el más hábil del grupo, fue también quien primero esquivó la trampa de seguir golpeando la pared con las manos. “¡Este maldito lo que quiere es que nos partamos los dedos!”. Y, ante la sonora carcajada del mago, salió decidido del apartamento; los demás payasos intercambiaron miradas y cada uno se vio reflejado en el otro: demasiada pintura multicolor alrededor de esos ojos vidriosos, mucho rojo sobre la punta de semejante nariz chata y muy intenso ese amarillo para ocultar la caída de esa boca envejecida. Era una maldición milenaria: siempre que un payaso se atrevía a ver a otro sentía la sensación de que la reafirmación de la alegría sólo servía para desnudar la tristeza. Burlesca razón tenía el mago cuando se refería a ellos como los señores de la sonrisa triste.
Minutos más tarde, el payaso siete regresó sosteniendo un hacha en la mano derecha. “¡Vamos a partirle el alma a ese traidor miserable!”, dijo el enfurecido hombre ante el desconcierto de sus compañeros. “¿Quién sino un payaso podría creer que las paredes tienen alma?”, fue la pregunta que en tono irónico surgió desde la pared. El payaso siete se agachó y con rabioso pulso asestó un fuerte golpe en la pared; sin embargo, ante los pies del agresor sólo cayó una pequeña capa de pintura. “¡Oye macho, me diste justo en la parte del cuerpo que más disfruta tu mujer!”, dijo el mago para enseguida liberar una exagerada risotada. Ciego de rabia, el payaso siete levantó el arma y dio un hachazo arriba y en el centro, otro más abajo y a la izquierda, el tercero al mismo nivel pero a la derecha y el cuarto más abajo y en el centro. Por la forma morbosa como el payaso siete se detuvo a mirar las cuatro marcas que dejó en la pared, todo parecía indicar que a propósito había dibujado una cruz a fuerza de hachazos. El payaso siete sonrió satisfecho viendo cómo salía arena de las cuatro heridas. Pero, de nuevo, la voz del mago cantó victoria, “¡No te alegres señor de la sonrisa triste, si observas bien te darás cuenta de que la poca arena que he botado es equivalente a un raspón en el culo! ¿Y cómo carajo podría dolerle al culo un pequeñísimo raspón con tanta carne que tiene el condenado?”. El payaso siete alzó el hacha, giró el brazo hacia atrás y tomando un endiablado impulso la lanzó y la clavó justo en el centro de la cruz que minutos antes había marcado en la pared. El atacante soltó una carcajada triunfal al comprobar que por debajo del hacha corría un considerable chorro de arena. “¡Te confieso algo payaso sin gracia, menos mal que las paredes no tenemos corazón!”, ironizó el mago. Entonces el payaso siete se arrojó sobre la pared y comenzó a golpearla sin medir quién podría salir perjudicado en tan desigual batalla. Sin ningún asomo de dolor, el mago le advirtió: “¡Te olvidas de que en realidad esta no es una batalla cuerpo a cuerpo sino cuerpo a pared!”
Después de varios minutos de mirar y callar, el payaso tres se acercó a su desesperado compañero, lo apartó de la pared, lo movió bruscamente por los hombros y le dijo: “¡Detente amigo, detente, estás cayendo en la trampa del traidor! ¡Él se fortalece con nuestra angustia!” “¿Y qué propones?”, preguntó el confundido payaso siete; “¡Vamos a partir esta pared en mil pedazos, pero lo haremos con calma, sin caer en su juego!”, respondió el compañero. El payaso siete sonrió, en segundos pasó de la rabia a un nervioso entusiasmo; los otros payasos también sonrieron; la pared calló. Con su acostumbrada serenidad, el payaso tres sacó el hacha de la pared, vio a sus colegas de risotadas y preguntó: “¿Quién desea el próximo turno?” “¡Yo, dame el hacha a mí!”, se adelantó el payaso cinco con la palabra, porque los brazos fueron levantados por todos al mismo tiempo. En aquel momento se inició un difícil duelo entre la paciencia de siete hombres y la dureza de una pared.
El payaso cinco propinó un duro hachazo contra la pared, lo hizo al lado de la marca de la derecha. “¡Bravo, bravo, la paciencia es una virtud de los hombres y un escupitajo para las paredes!”, dijo la voz que ahora parecía surgir desde las siete aberturas. El payaso cinco, sin inmutarse, levantó el hacha y desvió la mirada hacia sus compañeros.
El siguiente turno fue para el payaso dos, quien se acercó al objetivo con la calma de un experimentado equilibrista y dio un certero hachazo más arriba de la punta superior de la cruz. No obstante, la pared volvió a hablar sin expresar queja alguna, “En ocasiones la paciencia y la pereza se confunden, sin embargo, tu podrás engañar al payaso tres con eso de la calma, pero a mí no me convences, tu golpe demuestra que padeces de una simple y vulgar enfermedad llamada pereza”. El payaso dos respiró muy hondo, tragó saliva con dificultad y, mientras abría la boca pidiéndole más aire al espacio, ofreció el hacha al resto de la jauría.
El nuevo usuario del hacha fue el payaso seis, quien se paró en medio de la sala mostrando una sonrisa de exagerada seguridad. Tal sobreactuación hizo que la pared le dijera: “¡Anda hombre, parece que has encontrado mi talón de Aquiles!” Sin caer en una provocación ajena al guión de su propia tragicomedia, el payaso seis se acercó a su rival y clavó el hacha justo sobre la punta (o marca) izquierda de la cruz y la dejó colgando. “¡Maldito!”, se quejó por primera vez la pared; los siete payasos sonrieron con prudencia: si bien todo parecía indicar que le causaba dolor ser golpeado sobre las heridas, también podría tratarse de un nuevo truco.
El payaso uno asumió el rol de verdugo, empuñó el hacha sin sacarla del extremo izquierdo donde estaba incrustada y la fue hundiendo en forma circular. “¡Mal nacido!”, se quejó otra vez la pared; un torrente de arena salió del orificio. Así como en la desdicha, también en la alegría cada payaso se parecía al otro; en los ojos desorbitados y en la boca abierta de cada hombre había la necesidad de pedir que saliera más y más arena.
El payaso cuatro tomó el hacha y a presión la hundió provocando que se agrandara la grieta. “¡Piedad, por Dios, piedad!”, imploró la pared. “¿Acaso tuviste piedad de nosotros cuando decidiste traicionarnos?”, le preguntó el payaso cuatro sin dejar de hundir el hacha; la encajonada voz que salía de la pared siguió pidiendo clemencia, “¡Piedad, derriba a la pared pero salva al hombre, piedad por Dios, piedad!”; pero el verdugo sentenció, primero con la palabra: “¡Calla mago traidor, calla y cumple tu castigo que jamás creíste en Dios ni en los hombres!”, y luego con el hacha que sacó de la abertura y estrelló arriba, abajo, a la izquierda y a la derecha de la pared; cuatro quejidos y la posterior prolongación del silencio anunciaron la derrota del enemigo. El payaso cuatro dejó el hacha clavada en el último golpe y retrocedió sin dejar de mirar los ríos de arena que rodaban desde las distintas grietas. Los otros payasos se acercaron al guerrero y lo abrazaron, unos y otros compartieron la rueda de la victoria.
Cinco minutos más tarde, los siete payasos levantaron la cabeza ante una voz encajonada que preguntaba “¿Quién sino un payaso podría ser tan idiota como para creer que necesariamente la arena es la sangre de una pared?”. Enfurecidos, los payasos uno, dos, cuatro, cinco, seis y siete, se lanzaron contra la pared y la golpearon salvajemente por todos los extremos; saltaron, la patearon, la escupieron, cada uno estrelló su cuerpo en diferentes momentos y al mismo tiempo. Mientras aquel ataque ocurrió, el mago no dejó de reír. Por su parte, el payaso tres permaneció en el centro de la sala observando la insólita lucha.
Pronto los seis contrincantes cayeron al suelo, unos de rodillas, otros muy cerca del desmayo. La risa de la pared cesó y, en su lugar, surgió el reto esperado: “Oye payaso tres, ¿puedo saber por qué tú no me has golpeado?” Y el payaso tres respondió con serenidad y firmeza: “¡A mí me correspondía actuar sólo si la rabia de mis compañeros no era suficiente para ejecutar el castigo que merece tu traidora existencia!” Desde la pared surgió el reto: “¿Acaso será con la calma como lograrás mi supuesto castigo?” Con la advertencia de “ya lo verás”, y ante la débil mirada de sus caídos compañeros, el payaso tres fue hasta el baúl de los mil y un trucos, lo abrió y sacó una larga tela, un maletín de pinturas y un altavoz. Luego se volvió hacia los seis payasos y les dijo con firmeza: “¡Todos a levantarse, vamos a crear el gran show del hombre pared!” Los señores de la sonrisa triste se fueron levantando sin comprender las palabras del payaso tres, pero éste continuó anunciando su plan mientras llevaba los materiales de trabajo al centro de la sala. “¡Yo no sé si algún día este mago traidor volverá a comer; yo no sé hasta cuándo este mal amigo resistirá las ganas de ir al baño; tampoco sé cuánto tiempo durará su endemoniado truco, pero lo que sí sé es que, mientras nosotros vigilamos su regreso, le vamos a sacar buenos dividendos a su propia magia”.
Según cuentan algunos de los miles de fanáticos que desde esa misma noche hicieron largas filas alrededor del edificio Neverí de la calle 13, el gran show del hombre pared comenzaba cuando un payaso abría la puerta del apartamento 12-B y señalaba a otros seis payasos ubicados alrededor de un hacha colocada en el suelo. Cada función duraba quince minutos (diez euros el boleto) y se presentaba para diez personas. Si alguien quería comprar la hora completa, igual tendría que pagar cuarenta euros sin derecho a oferta. “Silencio en la sala”, advertía el payaso tres a través del altavoz. Entonces cada payaso empuñaba el arma y asestaba un duro hachazo contra la pared de enfrente, provocando que de la mismísima pared surgiera una maldición, una amenaza o simplemente un encajonado grito de dolor. Y era ese extraño fenómeno lo que provocaba los más eufóricos aplausos del público.
Hoy sabemos que fueron tantas las funciones que en un mismo día y durante tantos años se ofrecieron del gran show del hombre pared, que los siete payasos envejecieron sin nunca más ver la luz de otro circo que no fuera la del apartamento 12-B.

*Este relato fue creado por Edgar Borges en Asturias, España, en 2008.

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