martes, 4 de marzo de 2008

Ayer murió Antonio Sarmiento

Ayer Antonio Sarmiento salió de su apartamento a las seis de la mañana, tres horas antes de lo acostumbrado. A las nueve en punto debería abrir la tienda de vídeos, quizá para continuar aguardando su segundo nacimiento, pero ese día el público quedaría plantado, porque sólo abriría las puertas de su vida privada. El hombre se detuvo detrás de la salida del edificio, vio a un lado, vio al otro, y, cuando estuvo seguro de que Angie no estaba cerca, caminó con pasos largos y rápidos en dirección a la avenida.
Antonio Sarmiento iba oculto en un sobretodo negro; un largo sombrero y unos lentes oscuros pretendían cubrir la tímida sonrisa del niño varón que su padre soñó desde sus tiempos de soltero. Antes de asumir su nueva ruta llevaba varios días esperando su último final. En ocasiones llegó a creer que lo asesinaría el vecino de enfrente, siempre molesto por el alto volumen de las canciones de Miguel Ríos que escuchaba a media noche; también pensó que su vida la detendría su jefe, jefe de algunos de los infelices de la tierra, jefe como otros tantos jefes que “nos dan el pan duro de cada día y por las noches nos castran el atrevimiento de nuestros sueños”. Antonio Sarmiento tenía la voz ronca, a veces áspera, muchas veces hasta odiosa. Pero, apenas avanzaban las horas, se le quebraban los tonos y salía en cacería de matices más sutiles y más cercanos a lo que deseaba su yo interno. Era un asunto de extremos, salir a golpear a los opresores, o quedarse en casa, golpeándose el lado más indeseado de su cuerpo. El sujeto entró a la tienda que hasta entonces usó como empleo y colgó el traje, los lentes y el sombrero. En eso llegó el jefe y caminó hacia él con la rabia en los gestos y en la palabra. Antonio Sarmiento vio con desagrado y de frente al antiguo superior. Cuando lo tuvo muy cerca, cerró el puño izquierdo y lo estrelló contra su rostro. El patrón cayó de nalgas y con la mirada perdida hacia las telarañas del techo; el ex empleado salió de la tienda en franela y jeans, dispuesto a enfrentar las próximas acciones que él mismo desencadenaría.
El caminante siguió avanzando por la avenida; entre vendedores de fe y simuladores de personalidades satisfechas, creyó ver a Angie asomándose a una vidriera. Con cautela cruzó la acera y siguió de largo. Un poco más adelante volteó hacia atrás y comprendió que no era ella porque su delgada ex mujer tenía los ojos inigualablemente negros. Después, en lugar de caminar trotó hacia su objetivo; la cita era a las siete en punto, un minuto menos o igualmente otro más sería motivo de suspensión, según las reglas del encuentro. El sentenciado vio el reloj, que siempre le pareció muy grande para su gusto; aún le faltaba media hora de falsa vida. Pretendiendo desamarrar los nudos de su impuesta sonrisa varonil, entró a una heladería y compró una barquilla de doble fresa. Cuando saboreaba su pedido, sintió que alguien lo veía desde el fondo de la avenida. Sin darle tregua al enemigo, volteó rápido. En el balcón del segundo piso del edificio de enfrente estaba oculta una mujer de cabellera azul, muy similar a la que usaba Angie. La joven se asomaba discretamente cuando creía no ser vista, pero el hábil sujeto siguió devorando su helado, haciéndose el distraído, centrándose en su desaforado apetito; no expresaba angustia, parecía sentirse seguro de que tarde o temprano capturaría a la hembra. De pronto, un corpulento cliente de la heladería se burló a risa abierta de la forma como el ex marido lamía su galleta congelada de doble fresa. Sin pensarlo dos veces, el ofendido degustador de helados apretó, de nuevo, su puño izquierdo y le asestó un duro golpe en el estomago al “caballero de la mierda”, como lo denominó una vez que lo vio adolorido en el suelo. Y justo ahí, en el epicentro de la derrota, creyó ver el rostro de su padre. El ex hijo miró hacia la avenida y comprendió que era muy tarde, ya la espía había partido del edificio.
Antonio Sarmiento salió corriendo de la heladería, dejando atrás a los curiosos; sabía muy bien que si no llegaba a la hora pautada perdería la última oportunidad de morir a tiempo. Faltaban quince minutos y siete cuadras para arribar al encuentro. A las siete en punto el interesado entró al Café Olé. En la primera mesa estaba Angie, aparentemente serena, cumpliendo el reto. Ella le miró a los ojos; él entró erguido, sin doblegar su nuevo destino. Ninguno celebró por el otro. Antonio Sarmiento pasó lentamente al lado de Angie. Ella bajó la cabeza, extendió la mano izquierda hacia él y le entregó un pequeño estuche. Él tomó la entrega sin desviar la mirada, sólo siguió su paso hacia delante, firme y decidido rumbo al baño. Cuando llegó, abrió, entró y cerró la puerta.
Afuera, Angie fumaba la mitad de un cigarrillo por cada una de las veces que veía el reloj; en total fueron cuatro. Siete minutos después Antonio Sarmiento salió dando tumbos, sorteando las mesas y con la mirada extraviada; los clientes gritaron pidiendo auxilio, en cambio, Angie miró sonriente el cumplimiento de una promesa. Mientras, para ella, por el centro del negocio venía caminando un sujeto delgado, de cabellera azul y ojos inigualablemente negros, para el resto de los observadores, se trataba de un hombre a quien le bajaba la sangre de la bragueta hasta el suelo. Y en lugar de caer, el herido siempre continuó avanzando, con dificultad, pero siempre avanzando, sin soltar gritos, sin expresar miedo. Angie se levantó de su asiento y partió rumbo a la avenida; en su perfil se reflejó una tímida sonrisa que poco a poco se fue rebelando en dirección a la vida.

*Relato creado por Edgar Borges en 2007.

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