martes, 4 de marzo de 2008

La pareja del café Sur de América

Iván compartía una mesa con Penélope en el café “Sur de América”. Nada tenía de extraña esa realidad, porque en este sitio ambos acostumbraban a compartir los detalles del día al final de cada tarde; era una rutina puntual que habían mantenido durante cinco años de relación. Lo extraño era que en lugar de ocupar una de las primeras mesas, como era costumbre, estaban sentados en el rincón más oscuro del local; lo extraño también era la sobredosis de ira que se asomaba en los ojos de él; ella, en cambio, bajó la mirada con la candidez propia del nombre que su padre le colocó en homenaje a la canción de Serrat.
Iván le dijo, “lo siento cariño, pero no perdono traiciones”, al tiempo que movía la mano derecha por debajo de la mesa. Un disparo fue el desahogo que encontró su rabia.
Penélope no había terminado de caer al suelo cuando Iván despertó sobresaltado: su mujer no estaba en la cama. El hombre vio el reloj y dijo entre suspiros, “son las 8: 45 de la mañana, es el sábado laboral de Penélope, la pobre debió partir en silencio para no perturbar mi descanso”.
Minutos más tarde, Iván salió a la calle con el ritmo de la angustia, aún le inquietaba la pesadilla; no se creía capaz de dañar a su pareja, pero temía por la seguridad de ella, sobre todo al recordar unas palabras de su abuela, “los sueños de muerte son advertencias de las almas en pena”. El marido sacudió la cabeza y aceleró el paso rumbo al trabajo de Penélope.
Todavía no eran las diez de la mañana cuando Iván se detuvo ante la puerta entreabierta de la oficina de quien siempre llamó su “niña hembra”; ahí, de espaldas al escritorio, ella se abrazaba con Mauricio, su jefe inmediato. Iván dio media vuelta y partió exagerando aún más la velocidad de sus pasos; en la retirada sintió que los empleados, ubicados estratégicamente a los lados del pasillo central, lo veían con sádica burla.
Durante las siguientes horas Iván reflexionó en su hogar, “pudo tratarse de un noble abrazo entre compañeros de trabajo, ella no sería capaz de nada más”. Al final de la tarde Penélope encontró al marido comprensivo de siempre; la noche transcurrió normal en casa, con la buena mesa y el apasionado sexo que caracterizaba a la pareja. Pero, en la madrugada, la pesadilla se le repitió a Iván con su carga de sobresaltos. El domingo los dos saciaron sus apetitos erótico culinarios debajo de las sábanas; ella danzó los mil y un ritos de la carne para aliviar el incomprensible nerviosismo de él; Iván se entregó sumiso al disfrute sin confesar el sueño que le quemaba la existencia.
En la noche, mientras Penélope dormía, Iván fue al clóset, revisó en la chaqueta que se pondría al siguiente día, extrajo su revólver y lo guardó en la gaveta de la ropa interior, “mejor no lo llevo mañana a la calle, esta semana dejaré que sea Dios quien nos proteja de la delincuencia”. Esa madrugada Iván soñó que jugaba béisbol con Penélope en un estadio sin público; ella le lanzó la pelota con tal fuerza que él se ponchó sin mover el bate. Los enamorados rieron durante tres minutos, que fue el resto del tiempo que duró el sueño. El lunes, cuando los dos salían de la casa, Iván se sentía tan dichoso y seguro que, luego de pedirle a ella que esperara en la puerta, se volvió al clóset, tomó el revólver y lo introdujo en su chaqueta, “los sueños, sueños son, yo jamás le haría daño a Penélope”.
Al final de la tarde, cuando la pareja llegó al café “Sur de América”, ocurrió algo que hizo tambalear la seguridad de Iván: la única mesa desocupada era la del rincón más oscuro del local. El hombre vio con temor a su compañera; ella le mostró una sonrisa tierna, él no pudo corresponderle. Una vez en la mesa, Iván casi se ahoga ante una pregunta de Penélope, “¿qué te ocurre mi amor…? ¡Tienes los ojos cargados de ira…!”. Como si un fuerte veneno recorriera su sangre, Iván liberó la más asfixiante de todas sus dudas, “Penélope, ¿acaso Mauricio es tu amante…?”
Durante un minuto los dos se mantuvieron en silencio, cada uno con la mirada fija en el otro; él con rabia, ella con indignación. Entonces el mantel se movió sutilmente, como si debajo de la mesa una mano se anduviera desplazando rumbo a su macabro objetivo. Pronto sonó un disparo: fue Iván quien cayó herido de muerte en el rincón más sombrío del café “Sur de América”.

*Relato creado por Edgar Borges en Caracas, 2007.

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